LOS OLORES DE LA MUERTE
“Lo
contrario del amor no es el odio, es la indiferencia. Lo contrario de la
belleza no es la fealdad, es la indiferencia. Lo contrario de la fe no es
herejía, es la indiferencia. Y lo contrario de la vida no es la muerte, sino la
indiferencia entre la vida y la muerte”.
Elie Wiesel.
--¡Como que huele a chulo…!
No terminaba de amanecer cuando esas palabras
retumbaron como una blasfemia en medio del silencio. En la madrugada un taxista había sido herido,
y ahora, preciso ahora cuando su cuerpo luchaba por no morir, por no dejarse
ir, por aferrarse al mundo de los vivos, un colega suyo, un buen hombre –creo
yo-, se le ocurre semejante sentencia mortecina.
Ocho días después otro taxista aparece muerto en
un paraje ribereño. Pendiendo de un árbol como un fruto cansado de colgar
se mece llamando la atención para ser bajado.
Como una repetición, también en
la mañana, algunos colegas lo exhibían
en público buscándole seguidores y conocidos; iba su fotografía, impresa en el
obituario, de mano en mano juzgando sus
actos en vida como si Dios les otorgara el privilegio de juzgar.
¡La muerte y sus olores! Descubrirlos no puede ser tan difícil cuando
ella se volvió tan común en nuestra tierra;
merodea sin cesar en cada esquina, en cada recodo oscuro, detrás de
cualquier poste atestado de propaganda, debajo de las acacias que se marchitan
de tristeza; a la vuelta de cada mañana.
Lo que menos pretende la muerte es “oler a
chulo”. Ella huele a losa fría, a
recuerdos amarrados en gasas amarillentas y desleídas, a dolor de parientes
viajando perturbados, a niños desconsolados, a promesas que se rompen como
cristales color púrpura. A cualquier
cosa menos a ave de rapiña. No cuando la
ciudad se interpone entre un cuerpo y la luz neón que la acompaña. ¡Pero eso a la larga está definido!
En cambio sí me
pregunto a qué huele la indiferencia.
Ese olor que se acurruca y se avinagra pusilánime en medio de frases sin
sentido, casi que inertes, pecadoras en sus formas y sin significados
inteligentes, cómo puede ser más grande
que el sentimiento y la razón, cómo asesina con sílabas equivocadas lo que el hombre es incapaz de hacer con un
arma y a mansalva.
Y ocurren más hechos que se convierten en
historietas de aventura mientras llega el próximo pasajero del día.
¡No hay dolientes! Solamente un
desfile imaginario, amorfo,
lento, estático, de los que se llaman “sus representantes”.
No hay consejos de seguridad porque no son los
grandes empresarios ni los amigos del alma los que ven amenazada su vida; ni
siquiera, por esta vez, se crea un
vínculo verdadero entre las diferentes empresas de transporte para rodear y
proteger a los que de alguna manera ayudan a su permanencia y estabilidad
económica.
Y de sus mismos representantes ¡ni hablar! Una Asociación que en su insistencia por
sobrevivir solo tiene a una persona que
pareciera ejerciera todos los cargos.
Un sindicato que no ha tenido la lucidez ni el
carácter para exigir protección, al menos, para sus afiliados. En su primario afán de afiliar socios ha
olvidado la necesidad de trabajar por la unión de todos los transportadores
tras un solo bien común: la seguridad
desde todos los flancos y en todos los sentidos.
Unos candidatos al concejo, pertenecientes al
sector del taxismo, que ni aprovechando la coyuntura se pronuncian por todo lo
que sucede. ¿Será en esa misma
proporción de reciprocidad que esperan el apoyo de los transportadores para
elevarse a “honorables” concejales?
Quedan entonces los familiares como únicos
dolientes; son ellos los que bendicen a su esposo, a su hermano, a su padre, a
su madre, para que salga a conseguir “lo del diario”. Los que se desvelan añorando su llegada
sanos y salvos; los que oran en busca de compañía Divina y protección
Celestial.
Los que, cuando cae en desgracia su pariente,
están al borde de su cama implorando por
su vida e integridad. Expulsando
ese lúgubre sentimiento de luto, prohibiéndole entrar. Y pidiendo perdón a Dios por la indiferencia
de los que haciendo el mismo trabajo olvidan el dolor y la ayuda para los que el camino se trunca.
Al final de cuentas es posible que el olor de la
muerte sea más agradable que la pálida imagen que porta la indiferencia
ignorando su propia realidad.
Publicado agosto 2015
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